sábado, 18 de septiembre de 2010

EL ITINERARIO. Por Ferran Romeu.

Me encontraba situado en una estantería dentro de una habitación con enormes ventanales. Incluso con las persianas bajadas penetraba la brisa del Mediterráneo por sus resquicios. Desde ahí, podía divisar el mar salpicado de buques mercantes esperando su turno para atracar. La luz del sol creaba miles de espejos, formando una alfombra centelleante y azul. Situado entre “Amores ridículos” de Milan Kundera y “Las edades de Lulú” de Almudena Grandes contemplaba todo mi alrededor. Últimamente no conversaba demasiado con mis dos vecinos, cada uno se hallaba inmerso en sus párrafos y sus líneas, aislados al mismo tiempo por sus tapas duras con aristas intactas.

Tengo unas tapas débiles; soy ya una edición un tanto mayor pues dato de 1975. En esta habitación luminosa, donde oigo el tren pasar con su ruido atronador, he visto un joven con barba de cuatro días que me ha metido en una bolsa junto con muchas otras cosas. Cuando me han movido con el ajetreo, he podido ver que “El extranjero” de Albert Camus corría la misma suerte que yo. A través de un bolsillo entreabierto he podido ver como llegaba a Amsterdam y un tranvía nos dejaba en un barrio residencial de la capital.

Ya dentro de un apartamento una chica me ojeó sin demasiado interés mientras me tenía entre sus manos. Unos ojos verdes me observaban mientras se mordía el labio inferior. Tras dos noches de movimiento a la luz de una lámpara quedé olvidado en una mesita entre botes de crema, colonias y perfumes. Esos ojos verdes rodeados por pecas estaban acostumbrados a otros idiomas, pues me encontré con compañeros holandeses y franceses esparcidos por la mesita.

Compartí este estado de abandono y desolación con ellos hasta que al cabo de cinco semanas, quién me había traído a ese nuevo lugar, me recuperó entre gritos y lágrimas metiéndome en una bolsa de viaje bruscamente. Después de golpes y más golpes llegué de nuevo a la estantería, a mi sitio durante ya hacía muchos años pero no recuperé mi posición habitual. Yacía olvidado en una repisa, bajo un billete de avión usado, un pasaporte, unas monedas y otros papeles que no conseguía descifrar su procedencia.

Tres días más tarde, formaba parte de una conversación entre botellas de vino y humo siendo zarandeado yo varias veces y mostrado a una chica con el cabello rizado, senos generosos y un scooter que me llevó por todo el extrarradio de la ciudad de Barcelona. Me leyó donde la ciudad desaparece difuminada entre luces, autovías y postes de alta tensión gigantescos. Al fondo un luminoso gigantesco de Firestone, parecía el escenario de una película de Fellini. Desde un balcón veía calles por asfaltar, coches abandonados entre árboles agrestes mientras quien me leía ahora, devoraba mis renglones con fruición avanzando con deleite hacia mis últimas páginas. Una vez acabado, fui besado por mi lectora, la cuál memorizó una poesía de Baudelaire que tengo al principio. Después, fui devuelto a mi propietario no sin reticencia por mi parte. Me habían tratado tan bien.

Al regresar de mi exilio me di cuenta que mis días finales habían llegado. Pude divisar un nuevo idéntico a mí. Era otro “Últimas tardes con Teresa” de Juan Marsé. Era mucho más joven y estaba radiante. Acababa de salir de la imprenta. También era de Seix Barral, se encontraba envuelto en un sobre de papel, el mismo chico con barba de cuatro días había escrito en una de las primeras páginas algo a modo de dedicatoria y lo había vuelto a envolver en ese colorido sobre de regalo. Contemplaba desde ahí, el fin de mis días en activo. El ostracismo se me antojaba como el castigo más inmediato, la aceptación del paso de los años se tornaba ineludible. Era pues, tiempo para inventariar todo lo vivido, todos los sentimientos creados a través de mis páginas, rememorar todos los ojos que en mi se posaron, revivir todos los lugares visitados y todas las historias que generé a partir de la que encierran mis tapas raídas.