viernes, 12 de noviembre de 2010

OJOS SECOS. Por John Milion.

Halima tenía treinta años y hacía cinco que había perdido su corazón. Los recuerdos de su vida anterior al extravío también habían desaparecido. Desde que tenía memoria había vivido sola en un angosto piso de alquiler sin familia, amistades ni ningún tipo de relación más allá de las socialmente necesarias. Salía los fines de semana con compañeras del trabajo, pero era incapaz de reír con sus bromas; se acostaba con los hombres que no se acobardaban ante su mirada despectiva, pero jamás había sonreído a ninguno; veía en el cine o en el televisor dramas que habían marcado generaciones enteras, sin sentir ni un asomo de tristeza. A veces, cuando leía bajo la mortecina luz de la lámpara novelas llenas de pasión, odio y venganza, sentía ganas de sentir e iniciaba la búsqueda de su corazón, que creía apolillado al fondo de algún cajón, pero en seguida se despistaba con cualquier otra cosa y se olvidaba de lo que estaba haciendo.

Era consciente de que no existía calor humano capaz de provocar el deshielo en el iceberg que tenía por alma, y por eso se extrañó de haberse sorprendido a sí misma volviendo al bar en el que estuvo la noche anterior. Buscaba al hombre con el que pasó aquella velada, sin saber muy bien por qué le perturbaba tanto que se hubiera despedido de ella con un cálido beso en la frente. Era bajito y no demasiado agraciado en lo que a rasgos faciales se refería. Tímido, inseguro, bastante bobalicón... Hasta en la cama, desde los preliminares hasta la veloz culminación, había demostrado ser de los peores amantes que había escogido. Y sin embargo allí estaba, escrutando con la mirada el local en pos de aquel tipo del que ayer no le preocupaba ni el nombre, rompiendo la inquebrantable norma de no repetir jamás un mismo plato.

A las tres de la mañana se rindió y se fue a dormir, sabiendo que aquella foránea melancolía, impropia de ella, desaparecería al día siguiente. Y aunque así fue, quedó arrinconada en alguna parte una extraña inquietud que no era, ni mucho menos, invalidante, pero que no se quería marchar. El viernes, volviendo a casa tras el trabajo, camino del metro, mientras esperaba que un semáforo se pusiera en verde, pasó ante sus ojos a toda prisa un monovolumen azul. En aquel escaso segundo, vio una mujer en el asiento del copiloto y dos niños peleándose atrás. Y creyó ver un hombre bajito, no demasiado guapo y de mirada bobalicona, al volante. Sabía que era improbable que fuera él, que lo más obvio era que su imaginación hubiera jugado en su contra a la hora de rellenar los huecos que le faltaban a tan fugaz percepción. No obstante, en cuanto llegó a casa, aquel rostro que llevaba años mostrándose imperturbable, quedó bañado en ríos de salada tristeza. Tomó un papel sin saber bien lo que hacía y comenzó a escribir. Y a medida que las más amargas y bellas palabras brotaban de su bolígrafo, fue recordando que antes de desempeñar su aburrida tarea de oficina, había trabajado en una revista semanal publicando poesías en el “Rincón de Halima”, cobrando la mitad del sueldo que tenía ahora y siendo el doble de feliz. Se limpió los ojos y se sonó la nariz con un pañuelo de papel procedente de un paquete que desde tiempos inmemoriales llevaba cerrado. Tras descargar su frustración sobre dos pañuelos, acabó aquella poesía.

Entonces escuchó un sonido rítmico que procedía de debajo del escritorio. Vio una pequeña y polvorienta papelera de cuya existencia no se había acordado hasta entonces. La extrajo de aquella parcela olvidada de su habitación, y accionó el pedal para ver su interior, quedando al descubierto viejos versos, cartas, pañuelos de papel, restos de un pasado que empezaba a percibir como el suyo. Y allí, bajo las cenizas de lo que parecía una foto quemada, algo se movía. Acercó la mano lentamente, y a medida que lo hacía, un remoto dolor se empezaba a manifestar. Introdujo la mano en el recipiente y una cálida y verde mirada inundó sus sentidos, desatando todo el abanico de sentimientos y emociones que un ser humano puede albergar a lo largo de su existencia. Temblorosa, su mano derecha se abrió paso entre las montañas de celulosa y se depositó sobre la fotografía carbonizada. Notó un latido procedente del fondo de la papelera. En aquel momento, una descarga cruzó su cuerpo y aparecieron imágenes inconexas que la desbordaban. Cuando se vio a sí misma llorando desconsolada sobre un torso que le resultaba desagradablemente familiar, retiró la mano aterrorizada. Todas aquellas imágenes se esfumaron. Rompió el poema, arrugó los pañuelos húmedos que estaban sobre el escritorio y arrojó todo a la papelera, que volvió a guardar en aquel rincón.

Al día siguiente se despertó apestando a sudor rancio y alcohol, en una cama que no era la suya, sin recordar hombres de ojos verdes, ni hombres bajitos y casados, ni poesías, ni latidos en lo más hondo de una polvorienta papelera. Las lágrimas se habían secado, las emociones desaparecido y el vacío lo volvía a llenar todo. Y quizá, cuando volviera a casa, se pondría a buscar aquel corazón que perdió cinco años atrás. Y se volvería a despistar y a olvidar de nuevo de la búsqueda.


sábado, 18 de septiembre de 2010

EL ITINERARIO. Por Ferran Romeu.

Me encontraba situado en una estantería dentro de una habitación con enormes ventanales. Incluso con las persianas bajadas penetraba la brisa del Mediterráneo por sus resquicios. Desde ahí, podía divisar el mar salpicado de buques mercantes esperando su turno para atracar. La luz del sol creaba miles de espejos, formando una alfombra centelleante y azul. Situado entre “Amores ridículos” de Milan Kundera y “Las edades de Lulú” de Almudena Grandes contemplaba todo mi alrededor. Últimamente no conversaba demasiado con mis dos vecinos, cada uno se hallaba inmerso en sus párrafos y sus líneas, aislados al mismo tiempo por sus tapas duras con aristas intactas.

Tengo unas tapas débiles; soy ya una edición un tanto mayor pues dato de 1975. En esta habitación luminosa, donde oigo el tren pasar con su ruido atronador, he visto un joven con barba de cuatro días que me ha metido en una bolsa junto con muchas otras cosas. Cuando me han movido con el ajetreo, he podido ver que “El extranjero” de Albert Camus corría la misma suerte que yo. A través de un bolsillo entreabierto he podido ver como llegaba a Amsterdam y un tranvía nos dejaba en un barrio residencial de la capital.

Ya dentro de un apartamento una chica me ojeó sin demasiado interés mientras me tenía entre sus manos. Unos ojos verdes me observaban mientras se mordía el labio inferior. Tras dos noches de movimiento a la luz de una lámpara quedé olvidado en una mesita entre botes de crema, colonias y perfumes. Esos ojos verdes rodeados por pecas estaban acostumbrados a otros idiomas, pues me encontré con compañeros holandeses y franceses esparcidos por la mesita.

Compartí este estado de abandono y desolación con ellos hasta que al cabo de cinco semanas, quién me había traído a ese nuevo lugar, me recuperó entre gritos y lágrimas metiéndome en una bolsa de viaje bruscamente. Después de golpes y más golpes llegué de nuevo a la estantería, a mi sitio durante ya hacía muchos años pero no recuperé mi posición habitual. Yacía olvidado en una repisa, bajo un billete de avión usado, un pasaporte, unas monedas y otros papeles que no conseguía descifrar su procedencia.

Tres días más tarde, formaba parte de una conversación entre botellas de vino y humo siendo zarandeado yo varias veces y mostrado a una chica con el cabello rizado, senos generosos y un scooter que me llevó por todo el extrarradio de la ciudad de Barcelona. Me leyó donde la ciudad desaparece difuminada entre luces, autovías y postes de alta tensión gigantescos. Al fondo un luminoso gigantesco de Firestone, parecía el escenario de una película de Fellini. Desde un balcón veía calles por asfaltar, coches abandonados entre árboles agrestes mientras quien me leía ahora, devoraba mis renglones con fruición avanzando con deleite hacia mis últimas páginas. Una vez acabado, fui besado por mi lectora, la cuál memorizó una poesía de Baudelaire que tengo al principio. Después, fui devuelto a mi propietario no sin reticencia por mi parte. Me habían tratado tan bien.

Al regresar de mi exilio me di cuenta que mis días finales habían llegado. Pude divisar un nuevo idéntico a mí. Era otro “Últimas tardes con Teresa” de Juan Marsé. Era mucho más joven y estaba radiante. Acababa de salir de la imprenta. También era de Seix Barral, se encontraba envuelto en un sobre de papel, el mismo chico con barba de cuatro días había escrito en una de las primeras páginas algo a modo de dedicatoria y lo había vuelto a envolver en ese colorido sobre de regalo. Contemplaba desde ahí, el fin de mis días en activo. El ostracismo se me antojaba como el castigo más inmediato, la aceptación del paso de los años se tornaba ineludible. Era pues, tiempo para inventariar todo lo vivido, todos los sentimientos creados a través de mis páginas, rememorar todos los ojos que en mi se posaron, revivir todos los lugares visitados y todas las historias que generé a partir de la que encierran mis tapas raídas.

lunes, 26 de julio de 2010

COBARDES. Por Txus Molina.

— Hola, mi nombre es Consuelo… ¡y soy cobarde! —declara una mujer de pelo corto y canoso, entre una avalancha de aplausos.
— Bienvenida Consuelo, mi nombre es Paula Sweemer, y yo soy la moderadora de este grupo. Espero que te sientas cómoda entre nosotros —mirando enorgullecida al resto de los asistentes mientras se acaricia la melena—. Chicos, den la bienvenida a su nueva compañera.
— ¡Bienvenida Consuelo! —exclaman todos a la vez provocándole un sobresalto.
— ¡Bien chicos! —prosigue Paula—, demos comienzo a la sesión de hoy —dirigiéndose hacia un señor de tez pálida y unas gafas de cristal grueso—. Contános Manuel, ¿Cómo te fue la semana?
— Pu… pues ayer bajé con mi jefe, como acostumbramos, para almorzar —mientras se recoloca sus pesadas gafas—, y cuando nos dirigíamos hacia la caja, me volvió a pedir un euro para el café…
— ¿Y? —interrumpe Paula.
— Reconozco que le contesté sin mirarle a los ojos…, y tampoco fui capaz de mantener el tono de voz firme… —dice bajando la mirada.
— No seas tan negativo, ¡esa mala energía no te va a ayudar! —levantándose de la silla mientras menea los brazos de arriba abajo—, decínos, ¿qué le contestaste?
— Le pedí, muy delicadamente, que me devolviera cada uno de los euros que le he estado prestando durante los últimos dos años… —presionando el puño con fuerza.
Los asistentes aplauden efusivamente.
— ¡Mis más sinceras felicitaciones Manuel! Estamos todos muy orgullosos de vos —proclama Paula volviéndose a sentar—. Entonces, ¡No entiendo! ¿Por qué estás tan apagado?
— Ehh —solloza escondiendo la cabeza entre sus antebrazos—. Porque mi delicadeza fue tal, que no me escuchó, y tras su “¿qué has dicho?”, fui incapaz de repetírselo.
— Mi amor…, no te culpes, fuiste débil, ¡todos podemos ser débiles! —levantando los brazos—. ¡Chicos, repitan conmigo!
— ¡Todos podemos ser débiles! ¡Todos podemos ser débiles! —exclaman todos a la vez.
Consuelo los mira sorprendida.
— Manuel, no tenés que decaer, progresaste mucho a pesar de tu fracaso —continúa Paula mientras hace un gesto con la cabeza para retirarse el pelo de la cara—. Estoy convencida de que el próximo día sabrás imponerte —añade solemne.
Cambia la expresión de su cara dirigiéndose a otro de los asistentes.
— Jorge, ¿Qué hacés vos aquí? ¡Pensé que ya estabas rehabilitado!
— Sí, pero es que os echaba de menos —sonriendo como si se tratase de una travesura.
— ¡Buenísimo Jorge! Nosotros también te extrañamos éste tiempo —contesta satisfecha.
Sigue con la ronda de preguntas dirigiendo la mirada hacia una chica jovencita con los labios pintados y mechas rosas.
— ¿Cómo te fue esta semana, Bea?
— ¡Lo he hecho! —levantándose de un brinco de su asiento. Todos, a excepción Consuelo, se incorporan para expresarle sus felicitaciones.
— Genial Bea, ¡estoy orgullosa! -colocando la barbilla entre los dedos índice y pulgar—. Decíme, ¿cómo fue?
— Se lo expliqué todo: lo del embarazo, lo de mis dudas sobre su paternidad y lo de que quiero criar a mi hijo con su hermano, el hombre al que verdaderamente amo… ¡como tú me dijiste que debía hacer!
— Y él, ¿cómo lo tomó?
— Pues… no lo sé, ¡aún no me ha respondido el mail!
Paula se quita las gafas, baja la cabeza y la apoya sobre la palma de su mano. Se queda unos minutos en silencio hasta que exhala un largo suspiro. Consuelo presiona los labios.
— ¿Un mail? ¿En que momento te dije que le mandes un mail? ¡Es que no aprendiste nada! —levantando la cabeza con mirada de desaprobación. Bea se encoge en su asiento asustada-. Tendremos que trabajar muy duro… —colocándose las gafas otra vez.
Suspira y prosigue con otro de sus compañeros.
— Luis, espero que nos traigas mejores noticias.
— ¡Pues no! —contesta un hombre con algunas entradas, encogiendo los hombros—, creo que ha ido a peor.
— ¿Qué pasó?
— Ahora se ha apoderado de mi sillón —responde con la voz temblorosa.
— Luis… —suspirando—, ponéle un bife en el suelo, y cuando vaya a buscarla, te sentás vos. ¡Sólo es una perra!
— ¿Crees que no lo he intentado? —resplica indignado—. ¡Pero es más lista que todos nosotros! No le hace ni caso a la chuleta cuando yo estoy presente…Y cuándo me acerco y le pido que se baje, me lanza esa mirada cínica tan suya…
— Pues devolvéle la mirada, y no la apartes. Una mirada amenazante, mirá así —mientras se retira las gafas y le lanza una mirada, sacando los morros hacia fuera.
A Consuelo se le inflan los pómulos. Paula se coloca de nuevo las gafas.
— Querido, vos podés hacerlo, lo veo en tus ojos… —con tono persuasivo.
Su expresión se torna más relajada al desviar la mirada hacia un hombre con una pajarita roja.
— Carlos, ¿qué nos contás?
— Mi novia me ha dado un ultimátum: si no salgo de casa de mi madre, romperá conmigo.
— ¡Yo también rompería con vos! Carlos, llevás juntos más de veinte años…
— Ya lo sé… pero vosotros no conocéis a mi madre, tiene mucho carácter… —arrancándose un repelón del dedo índice.
— Carlos —interrumpe Paula acercándose a él—, tenés cincuenta y cinco años, ¡llegó la hora de que tu madre asuma tu emancipación!
— Es que… —aflojándose la pajarita— cada vez que intento hablarle del tema, se me hace un nudo en la garganta y las piernas me empiezan a temblar de un modo incontrolable…
— Pues cuando te vuelva a pasar, vos cerrás los ojos, inspirás profundamente y después espirás igual de profundo, ¡chicos, todos conmigo! —todos se levantan a excepción de Consuelo, que cubre su boca con la mano— inspirar, uhhh y espirar ffffff, uhhh, fffff —se detienen y toman asiento—. Bien Carlos, confío en vos, estoy segura de que sos capaz de hacerlo —con tono convincente.
Se recoloca las gafas con el dedo índice.
— Bueno chicos, para finalizar la sesión de hoy, tenemos una nueva incorporación. Consuelo —dirigiéndose hacia ella— contános…
Todos la miran intrigados. Ella se mantiene unos segundos, completamente inmóvil, con la mano aún sobre su boca. Paula se acerca a ella.
— Consuelo, ¿está todo bien? —mientras le intenta retirar la mano.
Consuelo se resiste hasta que ya no puede más. Suelta una carcajada que deja a todos boquiabiertos. Recupera la respiración, se levanta y se dirige hacia la salida aún riendo.
— Chicos, ¿cómo fue la actitud de Consuelo? —reacciona Paula indignada.
— ¡Cobarde! ¡Cobarde! ¡Cobarde! ¡Cobarde! —exclaman todos a la vez dando palmas.